ALGO MÁS TARDE
Beatriz, mi
querido amor:
Unos días
después del accidente en aquella maldita curva, no tuve más respuesta a mis
whatsapp, ni a llamadas perdidas. Te pedí ayuda, una brizna de amor, un poco de
consuelo a mi desgracia, un microscópico gesto de amistad. Fue inútil.
No puedo volver
a pasar otra noche entera contigo y despertar desnudos de pasado y de cuerpo. Habría
llegado mi verdadero fin. No porque me quitara del medio, aunque lo he pensado
y no tengo miedo a realizar tal acción, sino porque, después de tantas
experiencias escritas en nuestros labios, no puede haber de nuevo algo tan místico
como tu tacto llameante sobre mi cuerpo, y sobrevivir a tanta felicidad. Sería
como sanar el negro de mi retina habitada por cuervos.
No imaginas las
veces que, cuando la oscuridad absorbe mis latidos, me quedo en un mundo,
alejado de la realidad conscientemente, para poder dominar los efectos de tu
deserción. Entonces las horas y los días me demuestran que el tiempo no se detiene
aunque yo haya parado los relojes de la casa, tirado a la basura los
calendarios, desenchufado la televisión y la radio, y que la única referencia
que me apetezca tener del mundo exterior sea el bullicio de la calle de día o
la compañía del silencio nocturno. Ni siquiera el teléfono móvil me preocupa si
está o no cargado. Sin embargo, el MP3 que me regalaste el verano de nuestro
primer aniversario, lo escucho incluso dormido. Sus quinientas canciones, unas veinticinco
horas de música, me recuerdan una tras otra, un momento diferente, un abrazo,
un brindis, una copa, un beso o un viaje alrededor de las nubes. Una vorágine
diaria de agua, alcohol, sol, luna, arena, café, chocolate y fresa que me
envuelven en una antología de besos extraviados y de palabras ardientes que se
enfriaron algo más tarde. Quizá esté en el umbral de la locura o del deseo
ingobernable del suicida. No encuentro la diferencia en estos momentos de
sombras.
Sin embargo, hay
todavía una parte de mí que aún sigue anclada a nuestro pasado glorioso: conservo
tus elementos de maquillaje que me prestabas para desahogar mis fantasías sobre
mi cara y pintarte después yo a ti a mi gusto.
De vez en cuando
dejabas sobre la mesilla, la contraseña para una noche de desnudos integrales:
un bombón relleno de licor. El sentido del tacto, al tener en mis manos tus recuerdos
y el del olfato al oler tus perfumes a “agua de Sevilla”, me devuelve algo de
paz. Una paz prisionera de la exagerada obsesión por abrazarte antes de
consumir de nuevo, a medias, aquel bombón, ahora en total soledad, cuando la
angustia asfixia los días juntos. Pero ni si quiera puedo compartir un poco de
realidad contigo aunque solo sea tu voz, ni tampoco estoy seguro de querer escuchar
tus argumentos de tu inexplicable desaparición, aunque me pondría de rodillas
para escucharte.
Pero a pesar del
daño sentimental, mucho más devastador que el físico, sabes que nunca dejaré de
quererte. Desconozco por qué duele exageradamente más un abandono que un hueso
destrozado. Pase lo que pase y que las razones que tuvieras para desaparecer,
sin dejar rastro, fueran o no justificadas, te perdono.
De corazón a corazón: siempre sabrás cómo encontrarme.
Si necesitas mi ayuda la tendrás, como ya te dije algo más tarde de nuestra
primera noche, aunque tengo la limitación física que me dejó aquella curva una
tarde lluviosa en la que la moto no me obedeció y me condenó a mi destino de
por vida: una silla de ruedas y mi vista fundida en negro.