EL
NIÑO TRUENO
Me
levanté despacio. Con sigilo puse los pies desnudos en el suelo, con tanto
miedo como si se fueran a quebrar las tablas del piso con el peso de una pluma.
Junto a mis zapatos, bajo el ventanal que daba a la calle, un pañuelo azulado
semitransparente de mi madre, suponía que ocultaba lo que había pedido a los
Reyes Magos: un tebeo del Capitán Trueno.
A Sigrid,
su novia, la conocí en una librería, meses atrás en el pueblo de mis abuelos.
Estaba de pie en la portada de un tebeo sujetando las riendas de un caballo,
alejada unos metros de su novio. Comprendí que me miraba. Me gustó tanto verla
tan cerca por primera vez que, en un ataque de emoción, le pregunté si me
ayudaría con los problemas de cuentas de la escuela. Salió de su dibujo en un
momento de despiste del Capitán, puso un dedo en sus labios pidiéndome silencio
y asintió con la cabeza.
En
los días siguientes, visualizaba su pelo largo, sus manos, su cara de virgen de
iglesia. De noche, al apagar la luz del dormitorio, la imaginaba contándome
aventuras de países lejanos hasta que me dormía. Pero sobre todo lo que me
obsesionaba más era que, cuando la llamase, podría estar a mi lado para hacer
los deberes de la escuela sin que nadie se enterara. Sería el más listo.
La manera
de que estuviera conmigo, era tener el tebeo y recortarla de la portada y de
todas las viñetas y esconderla bajo una tabla en el suelo de mi dormitorio. Era
una ilusión excitante, verla en secreto los domingos cuando mis padres se
fueran a casa del herrero a jugar a la brisca. Estaríamos solos un par de horas.
La colorearía con mis lápices de colores y le pediría que se quedara al menos
una semana. Que me despertara para ir a la escuela en lugar de mi madre que
siempre lo hacía muy temprano y con prisas. Le daría los buenos días y, si me
dejaba, también un beso en la mejilla. No protestaría si me mandara lavar la
cara y las manos con jabón de olor. Iríamos al mar a embarcarnos para vivir
aventuras de piratas, conseguir tesoros y hacernos ricos. Si no podíamos viajar,
sería médico para cuidarla y vivir en el castillo que ella quisiera. Aunque eso
no le gustaría al Capitán Trueno y entonces tendríamos que luchar para ver
quién vencía y averiguar quien su novio de verdad. Pero no pensaba reñir con
él. Si lo hiciera aun teniendo espada, perdería la batalla sin remedio porque
yo solo tengo ocho años, no sé manejar espadas y Sigrid se iría con su Capitán
para siempre.
Al
oír los pasos y cuchicheos de mis padres detrás de mí, tiré del pañuelo hacia
arriba para coger el tebeo con el que soñaba desde aquel día en la librería.
Debajo encontré una naranja, un puñado de castañas y un bolígrafo bic cristal.
Ni rastro del tebeo que había pedido. Mi padre me acarició la cabeza y mi madre
me dio un beso con una lágrima en la mejilla.
No
cogí ninguna rabieta. No dije nada, porque sabía que los Reyes Magos eran
pobres, según me dijo la abuela alguna vez, pero lloré amargamente, en un
rincón del corral, sin que Sigrid me viera. No comí, ni fui a misa a pesar de
que mi madre me consoló con más besos, nueces y la promesa de que pronto
tendría mi tebeo. No la creí.
El
reloj, desde aquel día sin mis Reyes Magos, se detuvo, como un video en pausa,
en algún lugar de mi pulso. Por eso Sigrid continúa tan viva en aquellos ojos
de niño, como ahora el aire en mis pulmones.
Historias mágicas, muy bien relatadas,¡enhorabuena Pedro!
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